Esto que soy, que me posee, que me llena de mí, de eso que me determina y define. Esto que “me tiene”, que me hace mirar y mirarte a los ojos, que en su búsqueda me aleja, que en su luminosidad quita claridad, que no veo sino que percibo. Esto que ya no puedo esconder, que me desborda por la mirada, siempre por la mirada, que me hace amar, descubrir un horizonte en el cual verme reflejado, hallar una migaja de paz en la convulsión glandular, saber –privilegio absurdo-, sí, saber que soy.
Golpea la música escrutando acústicas en mi corazón. Me mareo en su danza, me pierdo en su locura y vuelvo a ver luz. Luz diáfana, pulcra, que abarca espacio y seduce tiempos. Música que golpea contra mi aliento párvulo, mi aliento incrédulo, mi aliento sin voz. Música que recorre y se apodera de mi voz, que da melodía, y tono, y suspiro, y sendero a mi voz.
Esto que soy, que vuelvo a ser, que me agobia y envuelve. Esto que habla con palabras rotundas y cabales. Palabras como puentes hacia aquella dimensión en la que se funda mi unicidad. Palabras y más palabras que me desconocen y aún no hallan morada y transitan por mi cuerpo, descuerpándome, y se retuercen, llenas de furia, hienas salvajes, muerte que procrea.
Esto y aquello, seguro lo otro. Todo se reduce a lo que se expande y condensa para concretarse en su realidad. Todo me vive y esto me habita. Mi cuerpo es devorado por las hienas y así las alimento y las nutro y soy ellas. Y soy ellas porque es la única manera que tengo de ser yo. De ser esto que me toca ser, de ser lo que apenas puedo ser.
Cierro los ojos al hombre, cierro los ojos a Dios, pero porque soy hombre, soy Dios, soy nexo, vía, sendero, conexión íntima entro lo que intuyo y lo que experimento. Soy aire espacio y tiempo entre el dedo de Dios y el dedo de Adán. Soy esto amorfo, como mucho indefinible, sin duda real. Y en mi realidad, lo que logro ser, nunca alcanza.