12 de octubre de 2008

Mi amigo Manu


Hace unos meses empecé a trabajar en La Luna de Júpiter, un restaurant de argentinos en el barrio Gótico, sobre la Plaça dels Traginers, al pie de los restos de una antigua muralla de Barcelona, del siglo IV -de la época de los romanos.
Es una pequeñita plaza, rodeada de edificios antiguos de no más de 4 plantas (uno de ellos es famoso por haber sido habitado durante varios años por el mismísimo Casanovas) e hidratado por 2 sinuosas callejuelas empedradas.
Una de ellas, se llamá Jupí -Júpiter (la que se ve salir a la derecha. La persiana colorida es el restaurant)-, donde se apoya el restaurant para enfrentar la muralla. Esta callecita es muy pequeña y mide unos 20 metros. Y sobre esta calle quiero hablar y de los personajes que por ahí circulamos: En esos 20 metros está un costado del restaurant, donde trabajamos 3 ó 4 camareros de mi edad y con los que nos llevamos muy bien. Al lado del restaurant hay un taller de alfarería, donde trabajan dos catalanas muy divertidas y bohemias que siempre están armando collares o pintando cerámicas sentadas en sillas en medio de la calle (no pasan autos porque no entran); en frente hay otro taller de decoración, de una argentina, entre Hippy, alternativo y sicodélico, que siempre está dando vueltas por ahí, tomando mate, entrando y saliendo del restaurant... Todos éstos hace 10 años que están ahí, y cada uno de estos lugares, y la propia calle, es como su hogar.
Además, en otro de los edificios que ahí hay, viven un grupo de jóvenes de diversísimos países, que se la pasan drogándose, colgando muñecas inflables por el balcón, bailando y sentándose a charlar en la calle.
Entre todos los que trabajan o viven ahí juntan, a diario, más o menos un grupo de 10 o 15 amigos que va a pasar el tiempo, charlar, ayudar con algo o lo que sea. Suele ser divertido e interensante. Es como una ínfima isla en el delta de Barcelona.
Muchas veces saludaba a personajes que jamás había visto o que había visto un par de veces por ahí. También charlaba ratos largos con alguno que había llegado o con los que solía ver regularmente. Pero varias veces charlé con uno, Manu, que me caía especialmente bien pero jamás tuvimos la ocasión de charlar largo y profundo; sin embargo, cada vez que nos vemos, nos alegramos los dos y cruzamos algunas risas y palmadas. No sabía bien a qué se dedicaba. A veces se ausentaba por largas semanas, a veces aparecía todos los días... Un día le pregunté y me dijo medio contrariado que viajaba mucho, que le gustaba viajar, y que cuando podía hacía música, que era lo que más le gustaba, que él era música. Bellísimo. Yo le conté que escribía y me pidió que le mostrara algo. Me dijo que si me animaba a escribir una letra, él podría ponerle música: buenísimo, tengo varias letras escritas. Le pedí, entonces, que me mostrara algo de lo que él hacía. Creo que le dió un poco de vergüenza, pero me dijo que me llevaría algún cedé grabado.
Nunca me acuerdo de llevarle las letras; él nunca se acuerda de llevarme su cedé. SIempre nos reímos.
Ayer cumplía años el novio de una de las chicas (otro recurrente de la calle Jupí), y una de las que trabaja en el taller le hizo un pastel. Cuando me dió un pedazo le dije que me diera otro más así se lo llevaba a Manu, que estaba en la plaça escuchando música. Se lo llevé y volví al restaurant. Cuando entro, uno de los clientes, de mi edad más o menos, me pregunta si yo era amigo de él y si se lo podía presentar. Le dije que vaya él mismo. Pero dudé. Volví y le pregunté, al cliente, quién creía que Manu era. Me respondió que no creía nada, que sabía que era Manu Chao.
En otro momento que tuve cinco minutos libres, me acerqué y le dije: "Querés un pucho, Manu Chao?" Se rió. Nos quedamos callados fumando, disfrutando de la tarde, del olor del olivo que hay al lado de la muralla, y de pronto me dice: "Hay varios... El que viene a esta plaza es Manu a secas".