29 de enero de 2007

¡A por él!

Pasamos en Hostalric sólo unas cuantas horas suficientes para conocer y reconocer la Vila. Es una pequeña villa amurallada, con un par de sinuosas callecitas, estrechas y desniveladas, típicamente europeas, con tanto encanto. Su mayor atracción es el castillo que domina al poblado. Muy lindo, con una vista a montañas boscosas, con siglos de historia llena de condes, batallas, reyes y muertes. Una paz intensa, inmensa, densa. Hubiera sido perfecto si no hubiese sido víctima de una persecusión, sí, y de que me hayan heho correr con el pie mal. Acá en España son unos desproporcionados.
Pero como no daba para quedarse a dormir en Hostalric preguntamos en la parrilla argentina donde almorzamos a dónde nos llevaba ese tren: Girona. Y hacia allí fuimos. Mientras la recorríamos con Titi pensaba que lo que estábamos viendo ahí era intransmisible, irrepetible, que jamás lo iba a poder contar. Por eso ni siquiera lo voy a intentar. Pero nos mirábamos con Titi y no podíamos creer estar en un lugar así. Le agradecimos a Dios la posibilidad de estar ahí, viendo una ciudad del siglo XI, construida por los romanos, metiéndonos por pasillos helados donde el parlamento de aquella época se juntaba a debatir temas de gobierno; recorriendo por arriba una muralla espectacular que brindaba vistas fabulosas. Las calles adoquinadas que suben y bajan y de pronto se convierten en escaleras, edificios ancestrales, iglesias -y esa catedral- de una belleza imaginada, jardines imperialeas rodeados de hermitas, casillas, fuentes y custodiados por esa imponente muralla, todo nos hacía sentir, de alguna manera, privilegiados. Es el primer viaje y resultó espectacular. Quizás, más adelante sigamos conociendo ciudades y paisajes alusinantes, pero la sorpresa, anonadamiento, el estupor de descubrir esta belleza tan antigua y sempiterna, nueva a los ojos, es lo que va a diferenciar este viaje de los demás. Tengo la sensación de que no voy a conocer algo mejor que Girona, de que algo más bello que eso no voy a conocer. Tal vez sí algo distinto. Pero luego digo: falta Roma, París, Florencia, Venecia, Praga, y se me escapa la carcajada y me froto las manos.
Ahora, felices, sin poder dejar de darnos besos, estamos en el tren volviendo a Barcelona. Sólo una hora y media. Titi lee al lado mío mientras yo escribo en la laptop. Justo en este momento el tren pasa por la estación de Hostalric y veo allá, arriba de la loma de 400 ms de ceniza volcánica el castillo, con sus caminos internos, pabellones, torres entre su arboleda y no puedo creer que me hayan corrido. Resulta que estaba en restauración (como todo en esta época) y no iba a permitir que un alambradito pedorro me impidiese ver la atracción principal del lugar. Haciendo caso omiso a las advertencias y súplicas de Titi, di una vuelta y me metí en el castillo que aparentaba estar vacío. Estaba copado y con adrenalina, sacando fotos como un japonés, saltando paredes como un gato, eludiendo las ventanas como un ladrón cuando de pronto me pegaron un grito. Le hice estupidamente una seña con la mano y me di vuelta hacia el camino de salida. Pero el tipo, más estupido que yo, me empezó a gritar más fuerte y de repente, justo cuando me di vuelta para hacerle un fuck you, veo que se lanza a correr con el ceño fruncido. Agarré una piedra del piso y salí corriendo, como si el que me perseguía fuera un perro. Pero de pronto me di cuenta de que el tipo era viejo y medio rellenito. Entonces me di vuelta, riendome de la comicidad del momento, pero el viejo seguía corriendo. ¡Viejo estúpido!, pensé, y como iba a ser peor si frenaba, seguí corriendo, medio trotando, hasta que el viejo me re puteó y me dí cuenta que era su himno de rendición.
Ahora veo el castillo, un poco azulado por el atardecer, y me río de la absurda aventura. Titi me pregunta de qué me río pero no se lo cuento, que lo lea en el blog cuando ya hayan pasado un par de días. Si no va a creer que tenía razón en haberme pedido que no subiera al castillo.

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