1 de julio de 2008

Cenando en la orilla

Ayer estábamos en casa mientras caía la noche lentamente, suspendida en los 35 grados que hacían. Estábamos con Titi, sentados uno al lado del otro, siguiendo con la cabeza el recorrido de nuestro precario ventilador.
No podía leer: el sudor que emanaban mis yemas borroneaba las letras del libro. El calor que desprendía el minúsculo ventilador interno de la computadora la convertía en estufa. En las paredas se había impregnado la temperatura que trajo esta infausta ráfaga africana.
De pronto, Titi me miró, con esa cara de pachorra, sopor, que adoptamos cuando el calor nos vence, y me dice: ¿Y si nos vamos a cenar a la playa?
Pusimos una toalla en la mochila, una botella de agua, unas manzanas, cogimos dos bicis y nos fuimos. De camino me compré un kebab.
Eran las 10 de la noche y aún había varias parejas por aquí y allí, dándose los últimos -o primeros- besos.
Recostados en la arena, con los piesitos en el agua, charlando, con la inclemente luminosidad de esta ciudad reflejándose en el mar, pensando: ¡qué bien estamos!

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